Br’ye D’ryah

21/01/2019

La guerra fue larga y cruenta, y los elfos supervivientes, exiliados sin hogar, vagaron por las aguas de Meheràn en busca de nuevas tierras en las que construir de nuevo un hogar. Pasaron años explorando islas y archipiélagos a lo largo del gran océano que separaba los dos continentes, sin llegar a encontrar nunca el lugar que les permitiera convivir en paz hasta que, por fin, se asentaron en una pequeña isla del sur lejos de cualquier otra civilización.

Apenas era un peñasco cuando llegaron, inexplorado y salvaje en mitad de ninguna parte. Largos acantilados rodeaban la costa, y una ancha cordillera recorría el apéndice que se extendía hacia el sur. Los bosques y llanuras palpitaban repletos de vida, y en el lecho marino una exuberante selva se extendía durante kilómetros.

Los refugiados encontraron en aquella isla un nuevo comienzo pero, en esta ocasión, y preocupados por que se volviera a repetir el conflicto con los humanos, decidieron ocultar su existencia al resto del mundo. Y noche tras noche, los iniciados en las artes arcanas se reunieron en el centro de la explanada más grande, y noche tras noche recitaban el mismo conjuro que sellaría para siempre la isla de todo aquel ajeno a su comunidad.

Tardaron años en finalizar la barrera de niebla que hoy día aún protege la isla del exterior, y en el proceso nuevos botes atracaban en las playas ya fuese por casualidad o con ayuda de sus hermanos. Con el tiempo el hechizo fue mejorado, transformando el nuevo hogar de los elfos en una sombra capaz de aparecer y desaparecer a voluntad.

Gracias a la magia que la rodea, la isla es tan difícil de encontrar que ningún humano o enano han puesto un pie en ella jamás, y sólo alguien que ya ha estado allí y conoce las palabras que la traen al mundo físico, sería capaz de volver sin ayuda del interior.